miércoles, 5 de mayo de 2010

LA INSTITUCIONALIDAD DEL ESTADO EN EL BANQUILLO

Necesito que me permitan resaltar en este análisis el significado de la palabra CONFIANZA, que – entre tantas ideas – se relaciona fuertemente con la palabra ESPERANZA. En concreto, la confianza es la esperanza que tiene alguien de que otro actúe a favor del interés del primero.

En una sociedad democrática, los ciudadanos tienen la confianza de que existe un marco de institucionalidad del Estado dotado de los suficientes instrumentos para garantizar el respeto a sus derechos. Es decir que, el ciudadano desarrolla sus actividades poniendo en práctica algunas decisiones, confiando en que su gobierno cautela sus derechos (e intereses). Esto es extensivo a los demás ciudadanos, quienes, por la tutela que ejerce el gobierno, no afectarán los derechos del ciudadano de nuestro ejemplo.

De modo práctico, si cultivo papas y para ello remuevo la tierra (mi tierra), la fertilizo y siembro la semilla, supongo que nadie me venderá abono inútil, ni semillas malogradas, ni me impedirá el acceso a la tierra, o al agua para regarla; confío que esto es así porque existe un gobierno que me garantiza que la tierra es mía; que quien me venda el abono y la semilla, no me engañará; ni tampoco que alguien impedirá mi acceso al agua de riego. Tengo la confianza de hacer las actividades que me interesan, sin que medie intervención alguna que lo impida.

Y aún cuando las noticias que escucho a diario me enrostren que NO ES ASÍ, tácitamente continúo actuando como si lo fuera. Esto me lleva a una frustración recurrente, al punto que me moviliza hacia dos decisiones opuestas: o (i) dejo de confiar y me rebelo, o (ii) me resigno a sobre-vivir en un marco institucional debilitado, falso o difuso, sin autoridad y con delincuentes que atropellarán impunemente mis derechos en el momento menos pensado.

En conclusión, mi confianza en la institucionalidad del Estado (por la que voté – o los mayores que yo, votaron – en algún momento), ha sido defraudada, traicionada. Mi esperanza en que el gobierno actúe a favor de mis derechos y los derechos de los demás ciudadanos, ha sido una falacia creada por intereses muy distantes a los que creímos – o confiamos – cuando decidimos por esa forma de gobierno.

Para abundar más en el tema, cito algunos ejemplos generales que propongo sean tomados en cuenta por los electores, ad portas de procesos electorales que nos llevarán a renovar fórmulas gubernamentales.

Vivimos en un país que ha sido calificado como “en vías de desarrollo” por diversas razones; entre ellas, por tener una gran proporción de la población sin acceso a la atención de sus necesidades básicas (tierra, techo, empleo, educación, salud). Lo lógico, a mi modesto entender, es que mis gobernantes diseñen estrategias para resolver ese pasivo, privilegiando instrumentos que – en aplicación de los derechos de todos – actúen a favor de fórmulas para reducir esa brecha.

El que no funcionen esos instrumentos a corto plazo, puedo entenderlo (solemos caer en la dinámica del ensayo – error); pero que además de eso se utilice mi confianza como combustible para alimentar lo que la sociedad entera aborrece y que se conoce claramente como “corrupción”, es escandaloso.

No quiero concentrarme en el asunto de la corrupción porque ya se ha hablado mucho sobre eso. Propongo volver al asunto de la confianza, pues nadie puede abiertamente conminarme a elegir a un corruptor (que corrompe). Así, invocando el valor de la confianza, propongo que invitemos a los candidatos a demostrarnos los instrumentos que tienen y su capacidad de implementarlos para “desempolvar” nuestra confianza en la institucionalidad del Estado, aquella en la que creímos algún día, porque no encontramos otra fórmula que garantice nuestro desarrollo colectivo en armonía e igualdad de condiciones. Necesitamos alguien que nutra la confianza ciudadana y la eleve como valor fundamental para gobernar en nuestro espacio.

En suma: si no tengo empleo, mi gobernante implementará medidas para que yo lo obtenga de modo justo, permanente y obviamente productivo; si no tengo tierra, mi gobernante implementará medidas para que tenga acceso a ella, al igual que los demás; si no tengo salud y educación, mi gobernante implementará medidas para que acceda a la salud y a la educación, igual que los demás. En otro plano, si tengo capital para invertir, necesitaré que mi gobernante implemente medidas para favorecer mi inversión de modo que pueda recuperar mi capital y usarlo para – además de generar empleo – mantener mis ingresos y pagar los impuestos que correspondan; necesitaré también – sea inversionista o un modesto empleado – que el espacio en el que vivo o trabajo garantice mi integridad personal, no afecte mi salud, no perjudique mis inversiones y no me exponga a conflictos de intereses que al mismo gobernante le corresponde cautelar de la forma más justa posible.

No estoy pidiendo un mago – tampoco quiero entrar en el terreno de la utopía o la fantasía – sino que espero que los recursos a los que, como ciudadano, le permití acceder (impuestos, autoridad, etc.), sean usados a mi favor. Quiero que se haga merecedor a mi confianza. Quiero volver a tener la esperanza de que la institucionalidad democrática por la que voté – o me sumé aceptándola – cautele mis derechos en el desarrollo de mis actividades por articularme a la compleja urdimbre social a la que pertenezco. Sé que no es fácil, pero si alguien se propone resolverlo, sólo espero que lo haga.

En la medida que eso no sea así, asumiré que la institucionalidad del Estado es un fraude a la confianza, y por tanto debe pasar al banquillo de los acusados por las recurrentes traiciones a las que nos expuso.