martes, 27 de marzo de 2012

LA AGRESIVIDAD COMO CULTURA. NUESTRO GRAN PROBLEMA.

No deja de sorprenderme la enorme capacidad que tenemos para encontrar razones que nos lleven a agredir de modo cotidiano a las personas de nuestro entorno, inclusive el entorno más cercano. Con superlativa frecuencia escucho comunicaciones telefónicas hirientes y humillantes entre parejas; entre padres e hijos; y entre personas que de algún modo realizan negocios o transacciones.
Hay una marcada tendencia hacia la desconfianza en la otra parte, que aparentemente mantiene a uno de los sujetos en una condición de vigilancia. No puedo explicármelo de otro modo.
Pero además de eso, hay una sólida tendencia hacia la agresión, como “mecanismo de defensa”, en cada interacción entre las personas. Ofendemos cuando cruzamos la calle, cuando hacemos una cola, cuando inevitablemente necesitamos instalarnos en un escenario donde hay más personas de las que podemos tolerar. He visto a personas avanzando dentro de un bus con un maletín que roza el rostro de las demás personas sentadas, pisando los pies de los que están parados, empujando a quienes están en el camino. No pedimos permiso, simplemente agredimos como fieras defendiendo su territorio. Y si debemos esperar nuestro turno, siempre intentamos imponernos para romper con la regla de esperar.
También percibo que para el común de las personas, el significado de “servicio” se asocia necesariamente con humillación. Adoptamos la actitud de humillar a quien presta un servicio, como si los que sirven deban aceptar que ésa es su condición; de otro modo no tendrían cómo sobrevivir.
Cuán lejos resulta el “por favor…”, “perdone…”, “¿podría usted…?”, “¿me haría usted el favor de…?”. Como si esa actitud nos colocara en el papel de perdedores. Mucho más lejano queda el “buenos días…”, “¡gracias…!”, “que tenga usted un buen día…”. Hasta observamos con sorpresa a quien dice esas frases, o peor aún, los humillamos para que no vuelvan a hacerlo.
Entonces me pregunto: ¿hacia dónde vamos con esa actitud?
Parece como si irremediablemente debemos conquistar una posición que de modo natural no nos asiste. Ya no funcionan los modales ni tampoco la cortesía. Hasta somos conscientes de que podemos encontrarnos con alguien más fuerte que nos prive de nuestro propósito de forma más violenta (como el lenguaje de las cárceles), ante lo cual sólo nos queda ceder (a menos que formemos un grupo lo suficientemente fuerte como para protestar en masa, sólo mientras sea necesario).
Y en la situación de protesta se nos hace tan habitual colocarnos primero en la posición de víctimas, atribuyendo al “agresor” el rol de “abusivo”, de modo que cualquier medida posterior que adoptemos es justificable . Y lo celebramos, sin importar las pérdidas que nosotros mismos nos generemos.
Tácitamente guardamos la idea de que alguien podría juzgar que lo que damos es más que lo que debiéramos dar, por eso adoptamos esa actitud.
No es difícil para mí relacionar lo que dije en algún momento sobre “nos reservamos el derecho de admisión, no se admiten peruanos” (ver nota anterior). Esa nota hace ver aquella “virtud” del pendejo que vive de la estupidez o ingenuidad del otro. Buscamos no ser el ingenuo o estúpido. Por eso también agredimos, para que nadie nos vea así.
Sin embargo creo que el asunto no termina ahí. Es definitivamente más complejo: las agresiones siembran resentimientos y éstos inducen a más agresiones. Así el ciclo no termina. Al final nos quedamos solos. Todos quienes adoptamos la actitud de agresividad siempre cosecharemos agresiones en los escenarios que menos nos imaginamos… y eso desgasta. Nadie que esté fuera de este ciclo nos aceptará, por lo que, o salimos o nos resignamos a seguir viviendo en los círculos de agresión cotidiana.
Con esto quiero llevar a la reflexión no solamente hacia el hecho de cambiar de actitud y optar por la cortesía, por más estéril que nos parezca; sino por el hecho de que como grupo, sociedad o nación, con este comportamiento no llegaremos a ninguna parte. Qué crítico es saber que no podemos aspirar a nada más que nuestra pobre singularidad. No podemos conquistar mercados, no podemos defender una marca que sólo la siente el que la genera, no podemos defender los recursos que sólo un individuo los conoce y lucha por ellos. Hemos sembrado y cultivado muy prolijamente una cultura que a todos nos afecta.
¡Cambiemos de actitud…!

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