sábado, 6 de diciembre de 2014

VIDA LARGA Y OPORTUNIDADES BREVES. Una historia de padres inexpertos y de hijos que condenan

Cada una de las etapas tan distintas de nuestras vidas ocurre en un tiempo tan breve, que inevitablemente nos lleva a cometer errores, muchos de los cuales no alcanzamos a entender y la mayor parte de ellos no alcanzamos ni siquiera a corregir.

Nadie que se precie de sensato podría jactarse de ser un buen padre – o buena madre – antes de tener un hijo. Menos sensato podría entenderse aquél que a los pocos días de tener un hijo se sienta seguro de cómo cuidar de su desarrollo.

La verdad es que esta condición es una de las más crueles para demostrar que cometemos errores. Aun si tuviéramos la orientación de personas mayores, esta oportunidad es quizás la más objetiva para demostrarnos que cometemos errores.

Y es que es cierto… cometemos errores. Los padres cometemos errores, como los cometieron nuestros padres y como los cometieron los padres de nuestros padres. Y cuando de pronto reparamos en ellos, la oportunidad de corregirlos ya se fue y nuestros hijos ahora viven una nueva etapa en donde… volveremos a cometer errores. Es como si se le tomara una prueba de velocidad a un inexperto. Cuando se dio cuenta dónde fue que falló, ya terminó la ronda y no hubo ocasión de corregir.

Los libros parecen mirarnos con desdén y reírse de nuestras constantes aventuras. Ellos se muestran como acumuladores de experiencias vividas para encendernos una luz donde los novatos sólo ven obscuridad. Lo que pasa es que quizás uno entre cien lee un libro (sobre paternidad) y uno entre mil (de los que leyeron) se atreve a probar su valor. Mientras tanto la mayor parte de nosotros vive – voluntaria o tercamente – en la obscuridad de la ignorancia de la paternidad.

Cuántos padres nos hemos apoyado – a nuestro modo – en lo que entendimos que fue valioso de lo que nuestros padres hicieron con nosotros. Y aunque armados de mala manera, nos creemos ejemplo de lo que debemos armar en nuestros hijos como modelo de desarrollo. Las pocas lecciones que tuvimos (como hijos) las forzamos de modelo para diseñar el objetivo de crianza de nuestros propios hijos. Y si a esto sumamos la diferencia de crianza que tuvieron los padres de nuestras parejas con la crianza que tuvimos nosotros, el eventual acuerdo conyugal bien puede llevarnos a cometer un error híbrido que no sabemos luego dónde sustentar.

No intento graficar una crisis paternal, sino el hecho de que en muchos casos, hijos con frustraciones por los errores de crianza de sus padres, se contradicen dramáticamente justo en el momento de crianza de sus propios hijos.

Aquí intento armar el rompecabezas de grandes y buenas intenciones de los padres que no llegan a ser entendidas por sus hijos, en el marco de lo que ellos esperan de sus padres. Y justamente esto ocurre porque no hay una sintonía entre lo que buscan los padres con lo que esperan los hijos. Nótese que en este análisis hay al menos tres personas: el padre, la madre y el hijo o la hija. Son tres personas y no dos. Pese a que ambos padres estén de acuerdo, el hijo o hija en la mayor parte de los casos no entiende lo que sus padres quieren. Y fácilmente lo entienden mal. Lo peor es que además, condenan.

Tres sujetos del mundo, tres sujetos de la vida, tres sujetos del tiempo que no alcanzan a sintonizarse unos con otros. Las líneas que cada padre escriben para sus hijos no coinciden entre ellos y tampoco coinciden con lo que los hijos esperan de ambos.

Y si el resultado de esta vorágine de buenas intenciones no alcanza una mínima sintonía, surge la primera víctima: el hijo o la hija. Su frustración es tan grande porque sus expectativas nunca fueron satisfechas por sus padres. Entonces surge la condena… “yo soy una víctima de los maltratos de mis padres”… o “soy una víctima de los desacuerdos de mis padres”… o “soy una víctima de la indiferencia de mis padres”. La o las siguientes víctimas son los padres… “mi hijo me condena porque siente que lo que hice con él o ella, le hizo daño”… y la adición a veces innegable “eso es por culpa de su padre o de su madre”.

Este escenario de tres actores nunca coloca a los tres en un tribunal en donde se resuelve de facto que los tres tuvieron buenas intenciones. Casi siempre coloca a los padres como egoístas o irresponsables. El hijo o la hija se acomodan en el sillón de la víctima.

Mi análisis es tan simple como complejo. Si los tres hubieran sintonizado sus expectativas, los éxitos como los errores serían el resultado de sus decisiones individuales. ¡Es simple…!

Pero ¿quién a inicios de la paternidad prevé sintonizarse entre padres y luego con el hijo o la hija? ¡Nadie!

Ahora, cuando las cartas están echadas y los sufrimientos nos agobian, ¿quién en su sano juicio intenta esclarecer esos errores de sintonía…? Aquí es cuando las condenas de uno y otro compiten entre sí para alcanzar un “yo no tuve la culpa…” Como si la búsqueda de culpables finalmente resolviera en la fórmula para alcanzar el desarrollo pleno. Pues no es así; el ganar el título de víctima o de bien intencionado no le hace bien a nadie.

El esfuerzo conjunto, liberado de la carga de condenas y abierto a la comprensión, bien puede derrumbar las barreras de la comunicación fluida y enmendar errores para finalmente dar lugar al entendimiento de las grandes buenas intenciones que hubo al inicio de la paternidad. Son tan valiosas las intenciones de los padres como las expectativas de los hijos o hijas. El comprenderlas debe movilizar al perdón mutuo y al entendimiento de que esta aventura fue tan breve en sus diversas etapas para todos, que inevitablemente se cometieron errores, pero mejor aún, que las intenciones de todos siempre fueron para dar y recibir lo mejor de cada una de las partes.

No me encuentro en condiciones de juzgar los casos en los que alguna condición estuvo ausente. Sólo reflexiono en que merecemos todos el perdón y el reconocimiento del amor que dimos cuando tuvimos la breve oportunidad de demostrarlo, erradamente o no.

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